sábado, 8 de dezembro de 2012

1267- Cinco tesis desde el pueblo oculto - Coluna do professor Ricardo Sanin Restrepo


Cinco tesis desde el pueblo oculto
Ricardo Sanín Restrepo

Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo.
Walter Benjamin

Resumen:
Este artículo enuncia 5 tesis cuya combinación fijan una teoría sólida de la democracia popular en un mundo post-colonial. Primero fija el lugar paradójico y excepcional del pueblo como soporte de legitimidad de una modernidad que se afirma en la exclusión del pueblo como constituyente, ello nos permite separar dos conceptos de pueblo cruciales en la modernidad e identificar que el auténtico pueblo de la democracia es el pueblo “oculto”, “la nuda vida” que el derecho, al suplantar la soberanía popular, suspende en estado de excepción permanente. Luego rescata el concepto de pueblo, a partir del principio de su “potencia” para lograr la síntesis entre poder constituyente y soberano que ha sido prohibida por el derecho moderno. La tercera fase establece que cualquier filosofía política o constitucional que no tenga su punto de partida en la simbiosis entre modernidad y colonialidad es superficial, vacía y esta decididamente del lado de los métodos de opresión y supresión política. Luego demuestra que en América Latina la categoría “Nación” ha obrado como un agente de exclusión social y política por excelencia, y que en vez de haber sido una herramienta de emancipación y resistencia lo ha sido de dominación y destrucción de la diferencia, es en la Nación entonces donde hay que ubicar la transformación de un proyecto colonialista a un proyecto de colonialidad. Finalmente, y luego de abordar la democracia desde la diferencia entre violencia que crea el derecho y la que la conserva, de entender la soberanía no desde el poder constituido sino del constituyente y de separar el “principio del orden” del “orden concreto”  llegaremos a la conclusión que dado que el orden de la democracia es el conflicto, la democracia es la anulación de las condiciones para gobernar y por ende es la única y auténtica forma de lo político.
Palabras clave: Política radical, soberanía popular, democracia, democracia popular, poder constituyente, pueblo, potencia, colonialidad, Estado-nación, violencia divina, pueblo “oculto”.

Abstract:
The present article enounces five thesis that combined offers a solid theory on popular democracy in a post-colonial world. First, it grips the paradoxical and exceptional place of the people as the foundation of legitimacy of a modernity that affirms itself in the exclusion of the people as constituent power, this will allow us to separate the two crucial concepts of people in modernity and identify that the authentic people of democracy is the “hidden” people, “the bare life” that law, in usurping popular sovereignty, suspends in a permanent state of exception. Onward, we rescue the concept of the people, through the principle of its potency/potentiality in order to achieve a true synthesis between constituent power and the sovereign that has been banned by modern law. The third phase establishes that any political or constitutional philosophy that does not have its starting point in the symbiotic relations between modernity and coloniality is superficial and empty and it’s decidedly on the side of methods of oppression and political suppression. It then goes on to demonstrate that in Latin-America, the concept of “Nation” has worked as an agent of social and political exclusion par excellence, and that far from having worked as a tool of emancipation and resistance it has been the concretion of domination and destruction of difference, henceforth it is in the nation where we should place the transformation of a colonialist project into a project of coloniality. Finally and after approaching democracy from the difference between the violence that creates law and the violence that preserves law, and after understanding sovereignty from constituent power and not from the constituted and having achieved the separation between “the principle of the order” and any “concrete order” we will reach the conclusion that given that democracy is the order of conflict, democracy is then the annulment of the conditions to govern and hence the only and authentic form of politics.
Key words: Radical politics, popular sovereignty, democracy, popular democracy, constituent power, people, potency, coloniality, nation-state, divine violence, “hidden” people
Primera Tesis:
El pueblo es el fundamento ontológico de legitimidad de la modernidad occidental, sin embargo, los universales de esta modernidad, tales como Estado y derecho solo pueden funcionar bajo la condición de reducir al pueblo a la impotencia absoluta y ocultarlo, lo que hace del pueblo un lugar paradójico, pues está excluido de la modernidad pero a la vez es la condición esencial de su existencia. Comprender esto es el primer requisito para romper el ciclo de la negación democrática y el lugar donde inicia su emancipación.

Abandonados en un infierno donde la culpa no se expía
pues no se conoce el nombre del pecado.


En la modernidad el concepto de pueblo no es simplemente otra categoría agregada a un paisaje uniforme y que comparte piso con otra serie de elementos dentro de un conjunto homogéneo que forman una unidad de sentidos. Cuando invocamos el pueblo llamamos la presencia nada menos que al origen y la fuente insustituible de legitimidad de toda la modernidad liberal, no obstante, y este es el giro de tuerca, la modernidad como idea, como fuerza de arrastre histórica, cultural, política y económica, -así como todos los desastres humanitarios que crea como condición de subsistencia, toda la crueldad de la inequidad del capital, la esclavitud y la colonialidad-, solo puede funcionar como funciona bajo la condición inexorable de la eliminación o neutralización del pueblo. Es más, la condición de existencia del Estado y del derecho moderno es precisamente que el pueblo quede por fuera de sus construcciones, que todo se haga a su nombre sin que él esté jamás presente. La validez del derecho moderno depende enteramente de la encriptación, cuando no el ocultamiento más severo de los presupuestos de su legitimidad popular. ¿Cómo es posible tal paradoja? ¿Como es posible que algo sea el soporte de legitimidad de una estructura, pero esa estructura funcione a condición de la anulación real de su legitimidad?
Siguiendo a Giorgio Agamben (1998, pp. 221) pueblo en la modernidad occidental puede significar una de dos cosas, o bien la totalidad del cuerpo político, el sujeto político constitutivo, la integración absoluta de ciudadanos libres y soberanos, el “todos” a nombre de quien obra el derecho y el Estado, o bien los marginados y condenados, la “nuda vida” el “homo sacer”, los que están de facto y de iure excluidos del ejercicio de la política y del derecho. Que en su primera acepción se trate de una totalidad imposible, incompleta, lo prueba el mero hecho de existencia de la segunda acepción. Sin embargo no se trata de una contradicción lógica menor y superable instalada en las márgenes de la democracia, se trata de la anatomía misma de la política moderna, la matriz que posibilita la modernidad/colonialidad tal como la conocemos. Estas dos acepciones son implicaciones y dependencias mutuas, la “totalidad” de la primera acepción requiere mantenerse como totalidad fallida, como una forma inconclusa que nunca alcanza su forma definitiva y afirma su identidad sólo a partir del reconocimiento que existe una zona externa a ella que la define, sólo nos podemos sentir blancos y civilizados cuando construimos un afuera que sea de color y bárbaro. En términos latos, la totalidad del pueblo de la primera acepción depende de un exceso que está por fuera de ella, un sobrante que no está incluido en esa totalidad y por tanto la hace imposible como totalidad, sabiendo siempre que, a la vez eso que la hace imposible, es su presupuesto de existencia, sin ese faltante, sin esa carencia, el pueblo como “totalidad del cuerpo político” no podría llamarse tal, sin ese afuera abandonado que se requiere para afirmar ese adentro completo el Estado y el derecho y todas sus manifestaciones, pero básicamente la violencia que preserva el derecho (Benjamin, 2010) carecerían de sentido. 
Estado de derecho, validez, mercado, legalidad, derechos humanos, desarrollo económico, misiones humanitarias, guerras preventivas, intervenciones sobre el espacio público, Estado nación existen y tienen una presencia real en el mundo moderno anclados todos a un origen y una teleología particular, la democracia, sin la cual serían términos carentes de valor político y normativo, sin embargo cuando retraemos los eslabones de esa cadena histórica particular entendemos que la democracia a la que se refiere es una democracia vacía, o bien se refiere a una totalidad imposible o a su faltante que de hecho y de derecho está por fuera de la norma, así el sujeto axiomático de la democracia ha sido eliminado y no existe más que en un ente nominal bajo cuyo nombre se construyó y se sigue construyendo ese universo particular. El pueblo soberano, el pueblo como constituyente es el origen falaz de la modernidad occidental.

El pueblo como exclusión constitutiva de la modernidad es la nuda vida, el lugar fundamental de la biopolítica, el homo sacer “a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable”. De nuevo con Agamben entendemos que “la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las categorías político-fi­losóficas del pensamiento clásico…La política occidental se cons­tituye sobre todo por medio de una exclusión (que es, en la mis­ma medida, una implicación) de la nuda vida. ¿Cuál es la rela­ción entre política y vida, si ésta se presenta como aquello que debe ser incluido por medio de una exclusión?” (Agamben, 1998, pp. 14).
El punto central de la tesis de Agamben es que el homo sacer, que antes de la modernidad el derecho desplazaba a un afuera donde cualquiera podía disponer de él y darle muerte, con la biopolítica moderna el derecho lo incluye hasta que coincide exactamente con él, pero no lo incluye en la norma, sino en la excepción. El Estado, nuevo soberano de la modernidad, y quien por tanto decide sobre la excepción, integra a los homines sacri o la nuda vida no completamente dentro del orden (norma) ni completamente fuera (caos), sino en la bisagra, en el umbral entre uno y otro (estado de excepción).
El sello distintivo del soberano es crear el orden y con él su exterioridad, el soberano como origen del lenguaje declara lo que está tanto adentro como afuera, es decir determina la normalidad y la anormalidad en el mismo movimiento. La decisión sobre las diferencias (entre lo político y lo jurídico por ejemplo) no está, ni adentro ni afuera de la diferencia, “es” la diferencia misma, es la brecha constitutiva de ese adentro y ese afuera, en otras palabras es el estado de excepción, solo desde ese lugar paradójico puede el soberano decidir sobre lo indecidible. El bárbaro que se debe civilizar, el subdesarrollado que se debe desarrollar, justifica en el mismo instante el sistema que lo excluye. Pero además, sólo en el estado de excepción puede el Estado soberano someter a la nuda vida, a ese ser problemático llamado pueblo, que es el origen adulterado pero verdadero de la legitimidad del Estado y que éste necesita contener constantemente. Sólo en el estado de excepción puede el derecho suspender su validez y por tanto su normalidad para actuar sobre el desposeído y el marginado por fuera de la normatividad del derecho pero con toda la violencia de la legitimidad del derecho, así cuando el ordenamiento entra en contacto con la nuda vida suspende su validez como fórmula directa tanto de integración como de exclusión. La nuda vida, el pueblo marginado queda en una posición de dependencia absoluta al sistema jurídico como sujeto pasivo de obediencia pero aun así afuera de manera que se pueda disponer de su vida y de su muerte, es éste el lugar del sujeto colonial. Sólo allí, y éste es el punto determinante, se perfecciona la sustitución completa de la soberanía del pueblo al Estado, de manera que el estado de excepción es el infierno de la modernidad que está reservado tan solo para dos habitantes, el soberano (quien decide normativamente quien vive y quien muere) y el pueblo (disposición absoluta a la muerte) solo allí se completa el latrocinio de la soberanía y su inversión completa, pero reversible a partir de lo que Benjamin denomina violencia divina (Benjamin, 2010, pp. 32). El esfuerzo primordial de toda filosofía política debe ser entonces sintetizar soberano y pueblo como auténtica democracia que la modernidad separó con su división en el estado de excepción, sólo cuando el que está dispuesto de manera inerme a la muerte ocupe la posición de decisión sobre quien vive o muere habrá democracia, sólo en esa síntesis desaparecerá la necesidad de tener un afuera completamente vulnerable a la muerte como auténtica condición de la política y el derecho.
Segunda Tesis:
Si bien el derecho moderno intenta neutralizar el poder constituyente del pueblo al colapsarlo al poder constituido del Estado, lo que realmente ha producido este gesto es la imposibilidad de síntesis entre poder constituido y poder constituyente y de allí que la posibilidad de la democracia siga abierta.
  • Sub Tesis: En la modernidad la violencia que preserva el orden imposta la violencia que crea el principio del orden.
  • Sub tesis: Síntesis entre la segunda y quinta tesis: En la medida en que sólo la democracia puede crear “lo” político, sólo el pueblo puede ser poder constituyente, esta afirmación se comprueba no solo en un nivel interno, es decir para aquel que esté obligado a ser coherente con su compromiso con la democracia,  sino que es una verdad ontológica a secas. Este también puede ser el camino para superar la disociación que existe en las pseudo-democracias contemporáneas entre poder constituyente y soberano

Como comprobamos en la tesis anterior la única historia que le debe importar a una verdadera filosofía política en el siglo xxi, tiene ser precisamente las formas jurídicas y políticas desde donde se programó y ejecutó el desprendimiento, la separación absoluta e irreconciliable entre pueblo y democracia, la forma cómo se ha sustituido el pueblo, primero por una imagen densa de un pueblo como totalidad imposible que depende de una exclusión fundamental, para finalmente desollarlo y convertir sus piezas en formas derivadas de su legitimidad oculta, como es el caso del Estado,  en últimas la pregunta primera es cómo puede funcionar una democracia sin pueblo o con un sustituto que sólo sea nominal y vacío.  La segunda dimensión donde opera la conversión del pueblo al Estado sucede a un nivel más profundo, en el colapso del poder constituyente en poder constituido.
Estamos en el centro del laberinto de la política moderna, la paradoja producida entre poder constituido y poder constituyente ilumina a la vez que ensombrece el espacio entero de la filosofía política, es éste el enigma de la soberanía y por ende de la democracia. Si es cierto como sostienen Schmitt (1998), Negri (1999), Zizek (2001, 2009) y Agamben (1998) que el soberano es aquel quien decide sobre la excepción y en la excepción, entonces el gobierno de la ley depende en última instancia de un acto de abismal violencia solo fundado en sí mismo: el acto original que funda lo simbólico, que origina la palabra de la ley es un acto que se resiste a la validez, pues “es” la validez misma. Cualquier estatuto positivo al que este acto se refiere para legitimarse es puesto de modo autorreferencial por el acto mismo (Zizek, 2001). No existe un punto de origen a-histórico que permita contenerlo dentro de otro acto, cualquier esfuerzo de encontrarlo dentro del constituido será entonces fútil.
El evento de creación de lo jurídico no es pues jurídico en sí mismo. Es en el evento de la creación misma de lo jurídico donde se capta la ausencia completa de lo jurídico. La paradoja está enquistada en el origen mismo de la institución pero la institución no puede dar cuenta de ella. Por supuesto el terror moderno a la falta de orígenes precisos, de causas auto-contenidas, de amos que nos dirijan y nos ordenen que pensar y hacer, vuelca el aparato jurídico a trasladar el centro de imputación de la decisión a modelos trascendentes e hipotéticos. Sin embargo, el poder constituyente de la democracia como índice de legitimidad del sistema es a la vez su anomalía, una contradicción irreparable que determina al sistema mismo. La clave del orden, de todo el régimen de economía del poder liberal yace en transmitir la creencia en una racionalidad que sutura cada una de sus producciones y que es demostrable cuando se retrotraen los efectos (ley) a una causa original (norma de normas). Un poder constituyente que no contenga más límite que sí mismo fractura el orden y perfora la apariencia de coherencia y estabilidad del sistema jurídico. El problema interno para el sistema se convierte entonces en cómo domesticar y amansar sus orígenes ilimitados y que se niegan a coincidir con el sistema mismo.

  • DE COMO LA VIOLENCIA QUE PRESERVA EL ORDEN IMPOSTA LA VIOLENCIA QUE CREA EL PRINCIPIO DEL ORDEN

Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez. Pero de ello se desprende que toda violencia como medio, incluso en el caso más favorable se halla sometida a la problematicidad del derecho en general” (Benjamin, 2010, pp. 38) en estos términos diferencia Benjamin el poder constituyente como violencia que funda el derecho y poder constituido como violencia que preserva el derecho.
El soberano es el punto de indiferencia entre violencia y derecho, el umbral en que la violencia se hace de­recho y el derecho se hace violencia (Agamben, 1998, pp, 68) no es posible pasar directamente desde el orden normativo puro a la vida social real, se requiere de un acto de voluntad, una decisión basada enteramente en sí misma, que imponga o inaugure el orden y defina su hermenéutica. Cualquier orden normativo, tomado en sí mismo, queda pegado al formalismo abstracto; no puede salvar el abismo que lo separa de la vida real. “No obstante (y este es el núcleo de la argumentación de Schmitt) la decisión que cruza la brecha no impone un cierto orden concreto, sino primordialmente el principio formal del orden como tal” (Zizek, 2001, pp 153). No hay ningún contenido positivo que pueda presuponerse como marco de referencia comprobado universalmente para definir el principio del orden, precisamente la decisión del soberano es la creación de ese marco de referencia llamado principio del orden.
Hobbes fue el primero en postular explícitamente la distinción entre el “principio del orden” y cualquier “orden concreto”. La violencia que establece el derecho es el principio del orden, una decisión infundada y extrema, desenmarcada y absoluta. De otro lado, el derecho como orden concreto a lo máximo que puede aspirar es a la violencia que preserva el derecho como “orden concreto”, por eso sostiene Benajmin “Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo” (Benjamin, pp, 31)
Lo que se debe detectar en este instante es que la violencia que preserva el derecho no solo se limita a preservar el orden concreto como derivación de la violencia que funda el derecho, y a simplemente ejercer violencia “del” derecho y “por” el derecho, sino que va mucho más allá, y este es el paso que nos provoca a dar Benjamin, cuando el derecho ejerce violencia para preservar el derecho, en el mismo acto da un salto cualitativo y conquista formalmente el cierre de la fractura entre poder constituyente y poder constituido, pues el derecho imposta, coloniza el lugar de la violencia que funda el derecho, que no podría ser suyo pues ese es el lugar exclusivo que define al constituyente, no obstante, lo jurídico desde la excepción interpone una especie de interfaz, y ocupa el lugar del constituyente cuando logra que la violencia que preserva el orden se confunda con el derecho que crea el orden, lo cual se comprueba con la suspensión en la que mantiene al pueblo “oculto”, es en este lugar preciso donde se confunde el principio del orden con el orden concreto, el poder constituyente con el derecho y la democracia con su vacío.
  • LA IMPOTENCIA DE LA SOBERANÍA DEMOCRÁTICA
Las teorías del Estado, arrancando con la teoría contractualista de Hobbes tienen como única finalidad reducir la democracia a la impotencia en el mismo momento que depositan todo el poder del soberano en el Estado, de acuerdo con toda teoría del contrato cuando se erige el monumento colosal del Estado ya la democracia se ejerció y agotó en la forma de otorgarle al soberano los derechos que se incorporan entonces a un estado civil que supera e inhibe la aparición de la violencia que no tenga otra finalidad que la protección del Estado mismo. En otras palabras se clausura el lugar del pueblo y se anula el poder constituyente.
En la medida en que las personas, de manera obscena y aberrante, son tenidas en cuenta como contratantes con idénticas cualidades e intereses y la ley inaugural no hace ninguna distinción formal entre incluidos y excluidos se inhibe toda posibilidad de rebelarse contra el Estado soberano, pues al no ser considerados como abandonados o nuda vida, sino como parte del Estado, tal posibilidad está proscrita, así lo afirma Agamben “La comprensión del mitologema Hobbesiano en términos de contrato y no de bando condenó la democracia a la impotencia cada vez que intentó confrontar el problema de la soberanía, pero además volvió incapaces a las democracias constitucionales de pensar realmente la política liberada de la forma del Estado” (Agamben, 1998, pp 115).
El poder constituyente escapa a toda posibilidad de ser entendido dentro de las formas normales del ordenamiento jurídico; su forma es incongruente con el orden y en la medida en que establece él mismo el orden, no puede ser comprendido dentro del orden mismo. La tradición constitucional liberal, al encontrarse con este escollo monumental, confunde poder constituido con constituyente y colapsa el origen en la consecuencia, lo político en lo jurídico, la multiplicidad en la unidad. Este extravío le permite al liberalismo mantener la fachada de relación y consistencia dentro de los términos del orden jurídico instituido, un complejo cerrado dentro de su propia lógica, pues el poder constituyente reta frontalmente los fundamentos mismos del orden. Mientras que el poder constituyente en su nuda presencia es incomprensible y escapa a los cauces de la normalidad, el poder constituido encaja a la perfección dentro de la lógica interna del orden, pues es su propio espejo. Así resulta mucho más fácil disolver o convertir el constituyente dentro del espacio representacional del constituido (Badiou, 2003). La democracia es una amenaza constante al poder constituido. No se trata de una enumeración aritmética o de un proceso que nos permita determinar un bloque visible de actos, objetos y presencias; por el contrario, el constituyente es el sujeto creador de esos actos, objetos y presencias (Wall, 2012).
El pueblo, una vez nombrado como agente primordial de la auto-determinación, en ese mismo acto de nombrar desaparece y su convierte en un remanente del sistema que constituye, se torna en un poder constituido y limitado por reglas y procedimientos, queda privado de toda potencialidad de “ser” el mismo su propio origen. El lenguaje de determinación, el momento de enunciación de lo político se traslada artificiosamente al Estado. La autodeterminación se convierte en un concepto predeterminado y, como tal deja de ser autodeterminación (Christodoulidis, 2007). El discurso constitucional permanentemente retrae al constituyente al espacio representacional del constituido. La forma constitucional atrapa y recluye al constituyente.
En el poder constituyente está implícita la idea que el pasado ya no puede explicar el presente y que solamente el futuro lo podrá hacer, el poder constituyente tiene una relación singular con el tiempo, pues crea su propia temporalidad, su propia historia y lenguaje, el constitucionalismo es la protección de una temporalidad inerte, vasalla de la historia, y el constitucionalista su narrador inanimado. El lugar del poder constituyente es pues el lugar de la crisis, la crisis manifestada en la imposibilidad de síntesis histórica entre poder constituyente y poder constituido (Agamben, 2011 pp, 4).
Es aquí donde resuena con toda su problemática el corto circuito entre el liberalismo, cuyas instituciones aspiran al orden y uniformidad como valor central, y categorías difusas como la democracia y los seres problemáticos, como experiencia traumática, y múltiple. El proyecto liberal termina siempre retrayéndose al orden de los órdenes: el Estado, y el constitucionalismo, por más vanguardista que sea estará siempre estancado en una mera teoría del Estado
Siguiendo a Negri (1999, pp 19) el constitucionalismo es una doctrina que conoce solo de una historiografía particular, el poder constituyente siempre se refiere al futuro que se esconde en la latencia de un momento, en el todavía no, en la conciencia anticipatoria, algo que está presente pero escondido en el deseo de la esperanza. Nuestros constitucionalistas ordenan el rompecabezas con precisión milimétrica para que las narraciones cuadren con el mito de la necesidad histórica, el constitucionalismo impone un pasado ficticio para derivar de él un presente necesario y con ello se convierte en un subproducto dependiente de historiografías particulares.
Así, mientras la democracia es una teoría del gobierno absoluto, el constitucionalismo es la teoría del gobierno limitado que neutraliza la democracia. El poder constituido se convierte así en la forma de contener la vitalidad del poder constituyente, de neutralizar sus energías creativas para convertirlo en un objeto dócil, metafísico, artificioso, para el liberalismo el poder constituyente, como innovación de la violencia es carismático y solo puede ser tomado en cuenta por el constitucionalismo cuando ha sido racionalizado por el poder constituido.
La primera conclusión que podemos extraer es entonces que la constitución ni ordena, ni une al pueblo, el pueblo ordena su unidad política a través de la constitución. La constitución no es el origen del poder, sino su consecuencia. Ello implica que la verdadera constitución, como fenómeno político “es” el pueblo. Si traslapamos dicho orden retornamos a lo inasible impuesto por un poder constituido que no conoce otra verdad que la verdad de su propia y auto-contenida validez. Si el constituyente es desplazado a un segundo grado, dependiente de una institución llamada constitución, cualquiera puede reclamar el lugar de enunciación de la verdad.
  • EVENTO Y POTENCIA, EL VERDADERO CONSTITUYENTE
Para Alain Badiou (2003), filósofo continental francés, y una de las figuras centrales de la filosofía contemporánea, la diferencia entre verdad y conocimiento es que la verdad surge como novedad, como acontecimiento que rompe el espacio de lo planificado. Del otro lado, como contraparte, el conocimiento es la repetición continua, la transmisión de códigos en un protocolo formalizado dentro del lenguaje. La verdad está por fuera del conocimiento establecido, no depende de las redes semánticas existentes y no puede ser definida entonces por el conocimiento actual. Su determinación es cuestión de pensamiento y no de juicio. Por tanto, la verdad depende de una decisión infundada, dislocada, sin referente en el mundo del conocimiento. Para que la verdad afirme su novedad, requiere un suplemento impredecible e incalculable. Dicho suplemento es un “evento” que interrumpa la repetición, que haga colapsar el sistema establecido, pues desborda su capacidad de inscripción, su capacidad de simbolización, lo Real o impronunciable del psicoanálisis.
Pues bien, La diferencia entre subjetividad jurídica y subjetividad política es la misma que existe entre conocimiento y verdad. De la misma manera, la diferencia entre poder constituyente y poder constituido es la diferencia entre verdad y conocimiento. La subjetividad jurídica proviene de un contraste entre los rasgos del subjectus y las exigencias de un régimen de conocimiento llamado derecho, es la adaptación de un ente general a uno particular, “¿Qué soy frente al derecho?” ¿Cómo me ve y me reconoce ese “gran otro” de qué forma el reconocimiento de mi ser está predeterminada por los rasgos exigidos por el lenguaje jurídico? ¿Qué he de hacer para ser reconocido por el Padre sádico llamado derecho? De otro lado, la subjetividad política democrática, crea su propia verdad a partir de la acción, de la auto-determinación, nihilista en la creación de un nuevo lenguaje que inaugure un nuevo régimen de subjetividades. La democracia solamente puede pertenecer a éste régimen de creatividad política es decir a la verdad. En el conocimiento el derecho define y crea la democracia, en la verdad es la democracia la que somete y se libera del derecho como situación del conocimiento, mientras que en el primer caso el sujeto es nombrado desde un afuera ajeno, en este caso el sujeto (pueblo) deviene de su posesión sobre el lenguaje, es constituyente de la verdad y no constituido por el conocimiento.
Si el conocimiento establecido permite definir las condiciones de surgimiento de la verdad del evento, entonces la situación no es un evento, pues es mesurable dentro de un campo de referencia. La decisión de asegurar que el evento es verdadero está entonces por fuera de la situación de conocimiento, por fuera de toda narración lingüística existente. El evento se torna verdad con la decisión subjetiva de afirmar, sin marco de referencia, que el evento ha sucedido, a esto Badiou llama “fidelidad” al evento (Badiou, 2003). La fidelidad del sujeto colectivo con el evento inaugura un proceso de verificación de la verdad dentro de la situación del evento que supera entonces el marco de conocimiento anterior. La afirmación del evento, la fidelidad a este, es lo que constituye al sujeto político.
La democracia no puede subsistir sin autodeterminación. Por ello la democracia es el sello del sujeto político; la acción política es presupuesto ontológico del ser colectivo. El ser define lo político y lo político define al ser; es una unión indivisible. El lugar del constituyente es entonces la fidelidad a su propio evento, no puede ser situado de ninguna manera, más allá del estrangulamiento de la vida en la institucionalidad que es un simple espejo de la situación del conocimiento constituido. Así, el sujeto emerge de la acción, y su acción política de afirmación del evento es la única medida del presente.
Autores como Agamben (1998) Wall (2012) Mouffe (2000) y Negri (1999), proponen desde diversos ángulos el término aristotélico de Potentia como el elemento definitivo del poder constituyente. La potentia (potencialidad) es la posibilidad esencial de la cosa en devenir en algo más, de traducirse en acto (actualidad), según su propia condición. La potencialidad del niño de ser hombre, de la semilla ser flor, etc. Las cosas son potenciales, siempre y cuando puedan o no ser. Según Wall, la idea nos empuja a probar los límites de la posibilidad e imposibilidad.
La potencia no deja de serlo cuando se concreta en actualidad. Así, la potencia del constituyente se encuentra en su potencial de constituir o de no constituir. Si constituye ya es actualidad y lo constituido pierde todo asomo de potencialidad. Así, potencia no puede describirse dentro de un orden predeterminado, pues la potencia implica esencialmente realizarse o no. El hecho de que la potencia constituya (cree el acto) es un dato empírico aislado de su propia identidad, que puede describirse claramente, pero en esa descripción no se captura su elemento fundamental. Lo Potencial/potentia, a diferencia de lo actual/acto es permanente, esencial, intransferible, aptitud constante de devenir, de ser o no ser, de hacer o no hacer.
El hecho de que el poder constituyente ejerza su potencialidad y esta se actualice en la constitución no implica que pierda su potencia de ser otra cosa diferente. Como en la física, la potencia no se traslada, siempre permanece en estado de potencialidad, der o no ser.
El poder constituyente no puede ser contenido por ningún orden trascendente, no existe ningún marco jurídico previo que determine sus instancias u obligue su concreción, no existe una etimología previa al momento constituyente, pues es precisamente el poder constituyente el que le atribuye sentido al orden que establece, la constitución como momento de concreción de ese poder ilimitado origina un momento que ella misma no puede autorizar.
Mientras que el poder constituido es acto/actualidad definido por su propia dimensión física de ser creado y por tanto derivado, el constituyente define el acto desde su potencia. El acto como actualidad es su producción y por tanto carece de potencia. Uno es presencia, el otro la ausencia que determina plenamente la posibilidad de ser o no ser, en los términos de su propia potencia. El punto crucial es que la potencia misma de traducirse al acto define la cosa, es decir, la cosa “es” en su potencia indiferentemente del acto, indiferentemente de su hacer o no hacer, la potencia “es” su propia morfología ontológica. Así, si se quiere definir el poder constituyente este solo se puede definir por la potencia que “es” que se traduce como movimiento, como estar en el mundo en su posibilidad infinita de ser o no ser. Como sostiene Agamben “lo que es potente puede pasar al acto sólo en el punto en el que se desprende de su potencia de no ser” (Agamben, 1998, pp 103) La potencialidad de la violencia que funda el derecho no se pierde con el hecho de crearlo, ni mucho menos se traslada al derecho que es el acto mismo derivado de la violencia que crea el derecho. Crear una constitución es simplemente un desprendimiento de esa potencia de no ser, lo cual jamás puede hacerse equivalente, como lo intenta desesperadamente la filosofía del derecho liberal, a sostener que cuando se ejerce el poder constituyente este se traduce, se transforma en algo diferente desposeído de sí mismo, y que finalmente se traslada y queda encerrado en el poder constituido, este despropósito lógico conduce a la inversión de potencia y acto, de poder constituyente y poder constituido.
La conclusión de entender el poder constituyente como potencia y no como acto, es que la potencia se mantiene con el acto en una relación de suspensión, es decir de excepcionalidad, pues el constituyente en su potencia puede el acto sin realizarlo y al realizarlo la potencia permanece intacta. Si es cierto que la potencia del constituyente es decidir desde la excepcionalidad, entonces el constituyente es el único soberano y de tratarse de una democracia el pueblo es el único que puede ocupar ese lugar.
Es en este sentido que diferenciamos tajantemente el poder constituyente como orden de la democracia/verdad y el poder constituido como orden del derecho/conocimiento y a su turno la democracia como orden de la auténtica subjetividad política y el derecho como el orden de la sumisión jurídica. Primera conclusión: el poder constituyente es intransferible, el pueblo no se agota en el acto constituyente, preserva intacto su poder como potencia(lidad) de ejercerlo constantemente, es decir que el ejercicio del poder constituyente no se agota en su acto, pues 1) la verdad no puede surgir de un conocimiento establecido por reglas del lenguaje, sino, y únicamente con la trasgresión sin marcos de ese lenguaje y la creación de uno nuevo; 2) el sujeto político llamado pueblo no puede ser contenido por un acto de conocimiento del lenguaje pues éste es el orden del poder constituido, y ya sabemos que el poder constituido es incapaz de incluir o definir el sujeto llamado pueblo; 3) el pueblo solo deviene de su propio acto constituyente; 4) La democracia hace parte del derecho sin que el derecho pueda capturarla plenamente, el derecho lejos de definir la democracia es su producto alterno y dependiente, si esto no es cierto, es decir si el derecho define la democracia y por ende el poder constituido al constituyente, el derecho recibe el nombre de tiranía, absolutismo, oligarquía, aristocracia o totalitarismo pero jamás democracia.

Tercera Tesis:
No es posible hacer filosofía política o constitucional sin tener en cuenta las relaciones simbióticas entre modernidad y colonialidad. No solo el capitalismo, sino el derecho, el derecho internacional, el Estado moderno y el derecho constitucional serían impensables sin la diada colonialidad/modernidad. Cualquier ruta de emancipación democrática tiene que recorrer este camino. Es esto precisamente lo que han reconocido y asumido plenamente los procesos constituyentes en Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Los procesos constituyentes de refundación Venezuela, Bolivia y Ecuador no son simples variaciones de las tipologías del constitucionalismo moderno occidental, como sí lo es por ejemplo la constitución colombiana,  sino una nueva forma política, jurídica y cultural que implica la transformación total de lo que entendemos por constitución, democracia y pueblo. De manera que mientras constituciones como la colombiana son elongaciones de un proyecto colonial/moderno, y a pesar de sus inmensos logros está encarcelada en su imposibilidad de transformar el paisaje político y proyectarse hacia una democracia libre de agentes que la determinan, los procesos constituyentes, en otras partes de América Latina son revoluciones en el sentido entero de la palabra, es decir transformaciones del tiempo, el espacio, el poder, el sentido de conflicto y de subjetividades políticas cuya única marcha atrás sería una restauración de la modernidad que transfigura y supera.  Las nuevas formas constitucionales que ahora emergen en América latina ponen de frente el desafío de pensar la diferencia y la multiplicidad desde el abismo democrático y no desde los derechos humanos, desde el poder constituyente y no desde el constitucionalismo tradicional.
Para entender la verdadera dimensión de estas revoluciones y la forma en que alteran por completo modelos de democracia atados a proyectos modernos/occidentales, es preciso entender una vinculación que satura por completo cualquier proyecto analítico, crítico o descriptivo que se pueda emprender para entender estas nuevas formas de constitucionalismo, nos referimos a la diada modernidad/colonialismo. Si logramos asir esta profunda realidad, el camino estará despejado para entender la forma en que estos proyectos no son simples continuidades temporales de la modernidad, sino su más significativa fractura, fundamentada en la apertura hacía una auténtica democracia que no depende de las poderes constituidos, sino en el poder constituyente, donde el pueblo oculto es el único artífice y razón de ser de la constitución.
Las américas no fueron incorporadas a un sistema capitalista pre-existente, simplemente no habría existido capitalismo sin las américas (Tlostanova & Mignolo, 2009). Por ello el vacío colosal de la tradición constitucionalista de América Latina, lo que la hace una gigantesca colección de basura editorial ha sido construir estatutos teóricos por fuera de esta realidad monumental, y por ello el papel que termina cumpliendo con creces, es precisamente ser un mecanismo formidable de la perpetuación de la colonialidad. Creo que el Imperio no ha reconocido suficientemente la gran labor que han desempeñado los constitucionalistas para el fortalecimiento de las formas de opresión y extracción de los grandes proyectos imperiales de occidente, sobre sus lomos obedientes y su fe ciega que no pregunta jamás ¿Por qué? se sigue cargando el botín de la colonialidad.  
Como explican autores como Aníbal Quijano (2001) e Immanuel Wallerstein (1999), Occidente está parado en dos mitos fundacionales, i) la idea que la historia de la civilización humana es una trayectoria lineal y necesaria que arranca de un estado de naturaleza y culmina en Europa como su único modelo, modelo que se impone con toda la brutalidad de la violencia física y simbólica sobre los mundos no europeos que por tanto son considerados como no-mundos ii) Que las diferencias entre los europeos y no europeos son naturales-raciales y no la consecuencia de la historia y del poder, esta segunda idea está cimentada en una epistemología que dentro de Europa se llama humanismo pero que afuera opera como una línea racial de exclusión y sometimiento que se escuda en proyectos que se llaman a sí mismos científicos, racionales, ilustrados. Así el evolucionismo y lo que Nelson Maldonado (2007) llama el maniqueísmo misantrópico son la esencia del eurocentrismo.
Como sostiene el argentino Walter Mignolo (2001), conceptualmente la colonialidad es el lado oculto de la modernidad, esa diada modernidad/colonialidad significa que la colonialidad es constitutiva de la modernidad, y que por tanto no hay modernidad sin colonialidad. Esta extraña pero coordinada dualidad permite que la modernidad tenga dos caras, dentro de occidente un efectiva evolución de lo que Santos (2010b) llama regulación/emancipación, de libertades y prosperidad, sin embargo su reverso en el mundo colonial es extracción y racismo, dominación y exclusión, lo vital es que es imposible la parcelación de estas categorías pues se implican mutuamente y son necesarias para su funcionamiento concurrente. La colonialidad es el arma detrás de toda la retórica de la modernidad que justifica cualquier tipo de acción, incluyendo la guerra como fórmula para superar la barbarie y la ignorancia. Concluimos entonces que la colonialidad es la cara oculta que habilita la misión desarrollista y civilizadora de la modernidad, sin colonialidad estos proyectos carecen de justificación interna.
La teología y la evangelización cristiana se encargaron del primer periodo de dominación, sin embargo a finales del siglo XVII sobreviene el relevo a partir de un lenguaje secular y comercial que emerge de Inglaterra basado en la ganancia y la libre circulación de las mercancías que sucedió el modelo español, así que bien puede decirse que mientras España consideraba al mundo en su empresa colonizadora como una iglesia, Inglaterra entra en escena y considera el mundo como un mercado. Esta segunda etapa está marcada por una combinación anglo-francesa de crecimiento económico, secularización y racionalismo que se apuntala en la misión civilizadora del mundo occidental (Wallerstein, 1999). Después entra en escena Estados Unidos, el más vasto poder militar y económico conocido por la humanidad que no significa otra cosa la refacción y el perfeccionamiento del aparato imperial-capitalista inglés, pues de un lado corta de tajo todo lazo con las jerarquías del feudalismo vernacular inglés intensificando a la vez su sueño de libertad de mercado a partir de una constitución expansionista. Así la tercera etapa se centra en desarrollar lo subdesarrollado y modernizar lo arcaico, aquí, la constitución juega el papel preponderante de judicializar todos los conflictos políticos y reducirlos a soluciones técnicas que sustraen toda su energía conflictiva.
La primera fase de la colonización se vincula con la prolongación teológica de Europa a América u occidentalización, y la segunda con el relevo de poderes coloniales, con la orientalización del resto del mundo (Said, 1978), la primera tiene que ver ante todo con la limpieza de sangre (Castro-Gómez, 2005),  la segunda con el surgimiento de la burguesía y la implantación planetaria del libre mercado y sus escalas de división del trabajo.
Por ejemplo la Ilustración en Colombia, en palabras de Castro-Gómez (2005) “no fue una simple transposición de significados realizada desde un lugar neutro (el “punto cero”) y tomando como fuente un texto “original”, sino una estrategia de posicionamiento social por parte de los letrados criollos frente a los grupos subalternos”. La colonialidad tiene entonces una ramificación fundamental, de un lado su difusión e imposición desde occidente, pero de otro, para las elites colonizadas que llevan a cabo un proceso de independencia meramente formal, la Ilustración es el mecanismo mediante el cual se afirman en el poder a partir de la supresión de la diferencia y como continuidad de los privilegios raciales de los que gozan, una vez separados de la metrópoli, su lectura de la Ilustración les permite la prolongación de un proyecto elitista, racista y opresivo, con lo que se puede concluir que modernidad y colonialidad no son fenómenos sucesivos en el tiempo, sino simultáneos en el espacio.
El verdadero problema de la universalidad liberal es que nunca ha sido una auténtica universalidad, palabras como derechos y libertad son minúsculos conceptos elevados fraudulentamente al espacio de la representación universal. Ante la farsa, la propuesta debe ser una filosofía de universalidad del marginado, del desplazado, del pobre, del pueblo oculto, a esto apunta la filosofía latinoamericana radical como compañera de los procesos de transformación antes mencionados.
La opción decolonial está presente en las transformaciones que toman lugar en la sociedad civil, pero al ser su objetivo la transformación de subjetividades, la opción decolonial es una intervención en la esfera de la sociedad política, concepto este introducido por el historiador social indio Partha Chaterjee (2006) y que se refiere a una amplia gama de actividades que no pertenecen a la sociedad civil, pues no pueden ser inscritas ni en el Estado ni en el mercado. La sociedad política representa los discursos y las formas culturales que están por fuera de la representación o registro en el Estado y el mercado y por tanto son sub-alternas. Así, mientras que la sociedad civil requiera, para existir y pronunciarse, de la aprobación o el reconocimiento del Estado o del mercado, no puede hablarse entonces de opciones decoloniales pues el Conflicto queda suprimido y devuelto a su momento gestacional como universo completo dominado por la gramática estatal.
El punto nodal entre las nuevas realidades latinoamericanas y la opción decolonial se hace evidente en la generación de una auténtica fenomenología pues exalta las experiencias subjetivas diversas en un plano de igualdad. No existe pluri-nacionalismo- o pluri-culturalismo sin un auténtico movimiento fenomenológico, la fenomenología, como experiencia de una primera persona amplificada, el fenómeno no de la primera persona racional y excluyente kantiana, sino la primera persona como cualquier persona, desde la hegemónica hasta la colonial, se traduce en la suspensión ontológica que permite la apertura de los sujetos, sin dependencias infinitas en objetos que nacen de alguna espontaneidad glorificada y artificial. Ello permite releer la historia y saber que sí hay que hacer, que el cambio sí es posible; permite saber que las relaciones sociales son todas contingentes y están articuladas a partir de un antagonismo cuyo desenlace no está decidido de antemano.

Cuarta tesis
En Latinoamérica, la categoría “Nación” ha obrado como un agente de exclusión social y política por excelencia, en vez de haber sido una herramienta de emancipación y resistencia lo ha sido de dominación y destrucción de la diferencia, es en la Nación donde hay que ubicar la transformación de un proyecto colonialista a un proyecto de colonialidad[1].
Sub-tesis: el derecho constitucional latinoamericano, cuando se adapta pacíficamente a los postulados clásicos del derecho europeo y no hace la más mínima reflexión sobre sus fundamentos y límites teóricos resbala a ocupar el lugar de un lacayo de la historia y auxiliador de primera mano de la brutalidad de la exclusión social.
El concepto de Estado-Nación es quizás el agente ideológico más poderoso en la estructuración de la modernidad occidental, su unión con una teoría del derecho que se autodenomina racional, garantiza su inmunidad ante cualquier tipo de oposición y asegura que su contenido penetre y defina cada una de las formaciones políticas y jurídicas del mundo moderno.
Para Giorgio Agamben, el Estado-nación es el lugar de concreción de la biopolítica moderna, la versión más cruda y avanzada del poder de la violencia del derecho sobre las personas, fundada en el nexo funcional entre una localización determinada (tierra) un orden determinado (Estado) y mediado por reglas que inscriben constantemente la vida (nacimiento, sangre, pertenencia) como vida desnuda, como intervención directa de la violencia del Estado sobre la vida y los cuerpos de todos (Agamben, 1998, 226).
La cuestión acuciante y definitiva no es saber como hizo el concepto de Estado-Nación para sobrevivir grandes transformaciones, revoluciones, descubrimientos y sacudidas históricas como la revolución científica, los cismas religiosos, el imperialismo europeo, revoluciones burguesas, la revolución industrial, la idea de constitución, el fin de eras y el comienzo de nuevos mundos. La cuestión puesta adecuadamente es como hizo el concepto de Estado-Nación para engendrar todos estos profundos cambios, ¿Qué hay encerrado en su esencia jurídica y desplegada en su acción política que precisamente sea una especie de motor inmóvil de la historia moderna occidental?
Siguiendo al filósofo esloveno Slavoj Zizek el Estado Nación es la historia de la transustanciación violenta de las comunidades locales y sus tradiciones a la nación moderna como “comunidad imaginada” (Zizek, 2001, Pp 183-202). La nación en términos de la Europa moderna  es la  represión de modos de vida locales originarios y su reinscripción en la nueva tradición inventada y abarcativa. Desde mi punto de vista el Estado-Nación es la invención del régimen jurídico moderno a partir de cuatro falacias
  1. Identidad nacional. Un fenómeno artificial impuesto por la violencia del derecho, basado en la represión de las tradiciones locales previas, donde la lógica operante es la lógica de la exclusión como formación, es decir que solo hay identidad en la ubicación de la diferencia absoluta por fuera del contexto de la nación. Yo me identifico a partir del Otro absoluto que excluyo, no solo como diferente a mí, sino como mi negación. El derecho es el mecanismo que le sirve a la nación para contener y reducir, extirpar y mutilar.
  2. Un modelo universal de cultura que es el europeo-occidental que demarca el adentro y afuera de la verdad política, que obliga a que toda diferencia desaparezca y la humanidad se someta pasivamente a los significados rígidos impuestos desde la centralidad de los estados nación europeos.
  3. La Nación como esencia o motor de la historia. Desde los primeros alumbramientos contractualistas de Hobbes, Locke, Grocio y Althusius, hasta su refinación en Vico y Herder, se construye la Nación dentro de un historicismo racional, donde la historia es sinónimo de la historia de todas las naciones (europeas), donde toda perfección humana es en cierto sentido nacional (Hardt & Negri, 2005 pp 146). La identidad se concibe no como la resolución de diferencias sociales e históricas, sino como el producto de una unidad primordial. La nación es una figura completa de soberanía anterior al desarrollo histórico. El genio que construye la historia y desmiembra las amenazas de diferencia y multiplicidad. La solución a la crisis de la modernidad es la idea que el nacionalismo es una etapa ineludible del desarrollo. Ello deriva en que el Estado-Nación constituye un equilibrio temporal precario entre la relación con una Cosa étnica particular (pro patria mori) y la función universal del mercado (Zizek, 2001, Pp 187). El Estado-Nación consolida la imagen particular y hegemónica de la sociedad moderna, la imagen de la victoria de la burguesía que adquiere así un carácter heroico, histórico y universal. La particularidad nacional es un potente universal que coloniza la diferencia y la retorna a la homogeneidad. La actividad económica aparece sublimada al nivel de Cosa étnica (Lacan, 2004), legitimada como una contribución patriótica a la grandeza de la nación.
  4. A través de la reducción de la multiplicidad a la fuerza del UNO, la Nación se convierte en el vehículo del colonialismo. El colonialismo es una máquina abstracta que produce alteridad e identidad.  El proyecto imperial y colonizador europeo se soporta en todas sus bases en el Estado-Nación. Para los dominios imperiales europeos se trata sociogénesis (Wynter, 1991), un régimen de producción de identidad y diferencia. La soberanía nacional produce continua y extensivamente el milagro de incluir las singularidades en la totalidad, las voluntades de todos en la voluntad general. Así como el Imperio romano utiliza la concentración del derecho como el aparato de mayor penetración y dominación de sus colonias a través de la idea de un Ius gentium que refleja la universalidad de los principios que nutren el espíritu y la obra humana y le permite al Imperio aplanar toda diferencia y establecer un único vínculo entre las colonias y la idea de Roma, logrando que cada diferencia cultural, política y jurídica quede reducida al prurito de la supremacía de la virtud y la civilización romana; el derecho internacional moderno se convierte en la resurrección del proyecto de humanitas romana, de un lado garantiza la toma ordenada y estratégica de territorios por parte de los Estados nación europeos, trazando un derecho de guerra que permite la igualdad y estabilidad dentro de la geografía europea occidental (derecho internacional) y la vez se convierte en el instrumento que permite reducir las diferencias de un mundo múltiple colonial a la unidad jurídica del Estado-Nación, dicha treta obra más allá de lo jurídico, implica que el modelo mismo de humanidad está encerrado dentro de las dimensiones del Estado-Nación y por tanto el mundo colonial tiene que ser su reflejo y su forma, pues allí yace el verdadero valor de la humanidad cultural, social, económica y política.
El Estado-Nación es el evento de la modernidad, su morfología esta soportada en su trascendencia ideal, un constructo derivado de la perfección del método científico que incorpora la perfecta sistematicidad lógica interna de los sistemas matemáticos y la simetría total con el método racional.
La Nación fija un modelo particular de ser humano, el ciudadano, muy particular, muy europeo y lo eleva a un valor universal que debe ser copiado, genera todo un aparato de imposición y mímesis, ese ciudadano se convierte en la línea de demarcación del derecho, el vigilante que cuida la zona fronteriza garantizando que el grupo nacional sea compacto y homogéneo y por supuesto evita filtraciones o adulteraciones al sistema. Valores como la civilización no existen como modelo abstracto y absoluto, se construyen a partir de la construcción del Otro, el negro lascivo, el indígena perezoso. Es claro a estas alturas que el reverso de la nación es el pueblo oculto y que ese pueblo oculto es el sujeto de la colonialidad. Ahora, estas son lecciones muy bien aprendidas por las élites criollas que adaptan el modelo en la independencia para continuar la dominación y la exclusión de poblaciones y territorios densos y sumamente complejos (García Linera, 2008).

  • LAS PARTÍCULAS INDIVISIBLES DEL COLONIALISMO Y LA COLONIALIDAD
La construcción de una diferencia racial absoluta es la base esencial para concebir una identidad nacional homogénea (Hardt & Negri, 2005) (Mignolo, 2001). El Estado-Nación y sus dos partículas indivisibles se reproducen en los proyectos constitucionales post-colonialistas. El modelo de la nacionalidad se trasplanta a los movimientos de independencia y se pone como eje de la misma, de manera que simplemente reproduce el esquema de exclusión, de un lado, la fuerza del Uno nacional somete al mestizo-indígena y afro descendiente,  y al negro, y al indígena al modelo único del criollo ilustrado y con patrimonio; mientras que del otro, el modelo secular de Estado inhibe cualquier creación de comunidades políticas que desafíen su perfecto arquetipo, así, los ejidos, las comunidades cooperativas, las sociedades ancestrales o el movimiento de los comuneros serán arrasados y vueltos polvo por el proyecto de modernización sostenido e impulsado plenamente por los estados nación latinoamericanos. El modelo hegemónico del Estado-Nación no permite hablar desde la historicidad de pueblos que han burlado la historia, que la han vivido no como un continuo unificado, no como una superposición de fases evolutivas, sino que la han vivido dentro del mito, dentro de la colección de instantes sagrados, de interiorizaciones colectivas que deshacen el individualismo. El Estado-Nación es la  violencia total sobre el lenguaje, una violencia que sólo puede derivar en la destrucción de la diferencia y la concentración absolutamente ficticia y forzada de la unidad.
El colonialismo es una máquina abstracta que produce alteridad e identidad. Así esa colosal máquina de fabricación de estratos y jerarquías, de invención de sujetos y alteridades absolutas, esa máquina llamada Nación, en Latinoamérica, lejos de encerrar la promesa de emancipación y las claves del progreso y la justicia social, ha sido precisamente el punto de fuga de la energía democrática, la palabra que anuncia el silencio y la inanición del cambio social, la eliminación de alternativas de organización social y la reducción del individuo a un modelo rígido y predeterminado.
  • LA INDEPENDENCIA EN AMÉRICA LATINA: DEL COLONIALISMO A LA COLONIALIDAD
Lo que no hay que perder de vista es que la historia compartida entre Occidente y Latinoamérica crea una serie de desordenes temporales y complicaciones históricas que una teoría del derecho tradicional ha sido incapaz, (al menos hasta el siglo XXI), tanto de absorber o entender y mucho menos de crear una propuesta alterna, de manera que el derecho constitucional latinoamericano, cuando se adapta pacíficamente a los postulados clásicos del derecho europeo y no hace la más mínima reflexión sobre sus fundamentos y límites teóricos resbala a ocupar el lugar de un lacayo de la historia y auxiliador de primera mano de la brutalidad de la exclusión social.
Un muy buen ejemplo lo podemos captar en una fábula desarrollista que gravita como verdad dogmática en nuestra teoría constitucional según la cual lo que le falta a Latinoamérica es vivir la modernidad, que nos hemos saltado ese paso indispensable para la modernización de nuestras sociedades y por tanto que el progreso nos es esquivo. Esta fábula no solo es mezquina en el sentido en que fija como aspiración histórica la pantomima de una pretendida evolución y progreso occidental, lo cual de por sí es falaz y muestra la subordinación de nuestra teoría constitucional, sino que pierde toda tracción histórica de nuestra realidad colonial. La colonización, en sus formas y necesidades, derivó en que las colonias se convirtieran en estados modernos mucho antes que la Metrópoli, no nos ha faltado modernidad, por el contrario nos ha sobrado. Como lo establece el teórico colombiano Roberto Vidal “La monarquía católica española enfrentó el desafío de crear sociedades, instituciones, devociones y derechos a la medida de las pretensiones de dominación colonial. La obsesión por impedir a toda costa la formación de poderes feudales que desafiaran la autoridad del rey, los llevó a crear lentamente una amplísima y costosa burocracia centralizada que gobernaba mediante un sistema administrativo de toma de decisiones que se transmitían como normas jurídicas de obligatorio cumplimiento en todos los ámbitos de la vida social y política” (Vidal, 2010). Lo paradójico es que el complemento de esta modernización es una aplicación intensa de conceptos jurídicos netamente medievales para dividir la sociedad a partir de criterios de raza y etnia y garantizar así que el plano colonial correspondiera a una sociedad moderna completamente diferente a la sociedad matriz de la metrópoli, por ello concluye Vidal “la monarquía española construyó un Estado no democrático que usaba intensamente el monopolio del derecho y la limitación estricta de las competencias de las autoridades, salvo la del rey… (E)l nuestro tal vez sea uno de los más antiguos Estados modernos en la historia, cuya creación, diseño y barroca invención se remonta al momento de la conquista americana. Varias fueron las innovaciones que crearon una enorme distancia entre las monarquías bajomedievales europeas y lo que habrían de ser las sociedades coloniales americanas” (Vidal, 2010). Así mientras España seguía siendo medieval América ya era moderna, pero de una forma aberrante, se puede decir que América estaba construida bajo una paradójica relación del Estado nación, un Estado moderno y una nación medieval. Las líneas raciales ya estaban trazadas meticulosamente, la administración intensa sobre las personas, los territorios y las cosas correspondían ya a una ejecución jurídica instalada a través de 300 años de sometimiento. Los procesos de independencia, más que un ejemplo de rompimiento histórico fue el periplo de continuidad heredado por los criollos ilustrados blancos de Latinoamérica. No en vano los procesos de independencia tienen a la cabeza criollos ricos que se benefician al mantener el mismo diseño social de separación y marginamiento bajo el poderoso concepto de nación.
La independencia, como fue Utrecht un modelo de sucesión imperial, es simplemente la continuación de la hegemonía blanca criolla, no hay una ruptura esencial, todo lo contrario la idea perseverante es la continuidad de la idea de Nación involucrada profunda e indivisiblemente con el concepto de Estado.
El pueblo del que hablaron las constituciones post independentistas, eran grupos reducidos de personas que habían alcanzado la categoría de ciudadanos y que se convertirían en una aristocracia excluyente, con pocos mecanismos de ascenso socio-político (Vidal, 2010). Las constituciones independentistas, reducen la categoría de pueblo a la nación, en un adelgazamiento de sus características de multiplicidad étnica, cultural y de variedad de manifestaciones políticas al refractario concepto de Nación que admite únicamente la fracción de esa población que se asemeje a la categoría de ciudadano, se trata de la misma artimaña empleada por el Abate Sieyés en medio del incendio revolucionario francés, la Nación recorta las dimensiones del pueblo y lo convierte en un falso lugar para la democracia. Como lo establece el teórico Costas Douzinas (2010, pp. 7) al seguir la lógica dibujada por Agamben (1998, pp. 173), al referirse a la trampa performativa de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano “La Declaración francesa es especialmente categórica en cuanto a la verdadera fuente de los derechos universales. Persigamos velozmente su estricta lógica. El artículo primero declara que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. El artículo segundo establece que “La finalidad de todas las asociaciones políticas es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles”, mientras que el artículo 3° procede a definir tal asociación: “la nación es esencialmente la fuente de toda soberanía. Nos topamos con la típica acción performativa de la declaración: crea lo que dice simplemente anunciar. Los derechos son declarados a nombre del hombre “Universal”, pero es el acto enunciativo el que crea los derechos y los enlaza inmediatamente con un nuevo tipo de asociación: la Nación y su Estado. Es en la nación y en el Estado donde se deposita toda la soberanía creadora del derecho, designando en el acto una especie singular de hombre, “el ciudadano nacional”, como el único beneficiaro de los derechos. Desde este momento, la pertenencia al Estado, la soberanía y el territorio sigue el principio nacional y pertenece a un tiempo dual. Si es cierto que la Declaración inauguró la modernidad, también inauguró el nacionalismo y todas sus consecuencias: el genocidio, las guerras étnicas y civiles, la limpieza étnica, las minorías, los refugiados y las personas sin Estado” (Douzinas, 2010). Como concluye categóricamente Vidal “Este modelo de Estado duró trescientos años, cien más de lo que ha durado la república. Sobre este Estado tuvo lugar la rescritura de la Independencia (Vidal, 2010)”.
La conclusión entonces no puede ser otra que la independencia de Latinoamérica, no ha sido una verdadera independencia, sino la continuidad de un modelo estratégico de exclusión jurídica. La universalización del concepto de Nación ha permitido que durante siglos élites muy precisas definan desde un lugar privilegiado la pertenencia o no de inmensos grupos sociales.

Quinta tesis:
Dado que el orden de la democracia es el conflicto, la democracia es la anulación de las condiciones para gobernar y por ende es la única y auténtica forma de lo político.
El derecho como despolitización del conflicto es la operación constante en occidente, desde la escolástica, pasando por la colonización, la ilustración, hasta llegar al multiculturalismo pos-moderno, su función ha sido sujetar el conflicto a intensas zonas de codificación, para luego comprimirlo, primero, en la modernidad liberal a subsunciones determinadas en lo jurídico como única medida de la realidad y hoy, en la posmodernidad liberal, reducirlo un problema de simple tolerancia cultural, algo “dado” insuperable, donde la diferencia y asimetría, como sostiene Zizek (2001, 2009) no son tratados como problemas de inequidad, injusticia u opresión  sino como normalizaciones controladas por super-esquemas como el modelo deliberativo habermasiano.
El multiculturalismo y pluralismo como reingeniería del liberalismo llevan su lastre totalitario, pues implican la reducción de verdaderos conflictos políticos a simples problemas de adecuación textual, a meros problemas de admisión asimilativa de la diferencia, se trata del trabamiento o clausura de la democracia que bloquea las oportunidades de contestación, de la imposición directa de límites de lo que es jurídicamente negociable. Se determina desde adentro quién y qué se incluye dentro del diálogo. El proceso solo puede derivar en consenso; no se permite salirse de los protocolos del derecho y se anula de tajo la posibilidad de intentar un diálogo estratégico o de resistencia (Christodoulidis, 2007). En una simulación simbólica, el antagonismo es renegado a calificaciones estrictas en las que se desarticulan y aplazan las demandas populares y se retiene la posibilidad de que las partes débiles o invisibles usen un lenguaje que no sea el de la parte fuerte de la institucionalidad. El punto de fuga es este: las normas procedimentales de las democracias liberales, tal como son articuladas por el multiculturalismo y el pluralismo, suponen actos previos de inclusión y exclusión que resisten cualquier tipo de legitimación dentro del marco constitucional que ellas mismas crean, de manera que el principio de reciprocidad ya está definido de antemano y distribuido herméticamente entre unos participantes determinados y un procedimiento inamovible y por tanto indiscutible.
El auténtico conflicto aparece cuando el antagonismo se cierne entre grupos desiguales, entre un supuesto “adentro” confinado racionalmente y un afuera desterrado, habitado solamente por los excluidos; como bien sabemos ya no se trata de un afuera absoluto, sino de una afuera paradójico, el excluido está en el umbral, la nuda vida del pueblo está oculta en la suspensión del derecho en el estado de excepción. De suerte que, únicamente cuando se produzca una colisión absoluta entre estos dos mundos y cada uno quede expuesto en su integridad puede hablarse de diálogo y democracia, pero además, solo allí se puede acudir a la materialidad de lo político como cruce indiscriminado de líneas conflictuales entre estos dos mundos, es decir que para que aparezca un auténtico sujeto político, el biotipo del encerramiento consensual y racional debe quedar destrozado. Sólo en el encuentro traumático entre el mundo del ciudadano con derechos, supuestamente libre y racional con el desterrado y marginal podemos someter a valoración la validez del consenso que creó estas criaturas emancipadas y racionales, con su contracara excluida. Aquí la igualdad deja de ser presupuesto y se convierte en el límite mismo del discurso. No se trata entonces de un juego del lenguaje, sino de su apertura y reapropiación por el sujeto externo e irracional; se trata de picar esa genética abismal y monstruosa y eliminar el límite que postra el discurso externo. Claramente la negación de esta posibilidad yace en la violencia que preserva el derecho y que pretende reducir cada encuentro traumático a un a mera condición de adecuación del excluido a las reglas procedimentales del diálogo normativo, lo que no ha logrado captar el constitucionalismo es que dichas reglas son precisamente las que determinan la exclusión e imposibilidad de apertura o encuentro entre estos dos mundos. Es aquí donde está la candidez o simple mala fe del constitucionalista vanguardista o neo-constitucionalista, que con superficialidad absoluta pretende crear campos de inclusión a partir de un derecho que, ignoran o quieren ignorar, ha sido la fórmula de exclusión. De manera que dicho vanguardismo de la inclusión en vez de concretar la democracia y develar el verdadero pueblo oculto, aplaza y posterga su capacidad emancipadora, al tiempo que fortalece y blinda un sistema que está afianzado en la negación absoluta de la democracia.
Cuando aceptamos que el verdadero pueblo de la democracia es el pueblo oculto, que su economía es soportar sobre su excepcionalidad la totalidad de la estructura del derecho moderno, que el rasgo distintivo del constituyente es su potencia de hacer o no hacer indiferentemente del acto constituido, y ponemos estos axiomas de frente y sin concesiones ante la definición clásica de democracia, lo que resulta es una unión de sentidos tan sólida que extraen al liberalismo moderno de su madriguera y evidencian la forma en que sus artificios de ocultamiento del pueblo en la democracia quedan desvalidas y son incapaces de recomponerse como unidad política. De la simple derivación de su nombre podemos establecer que la diferencia radical y determinante entre la democracia y cualquier otro sistema de atribución y designación del poder es que en la democracia el sujeto está marcado por una división trascendental y única; el presupuesto de la democracia es que el sujeto político es tanto gobernante como gobernado. El sujeto en la democracia forma parte tanto de la decisión de gobernar como sobre quien recae la obligación de observar la norma de conducta.
Como ya nos debe ser claro no existe sujeto previo a la política; la política, como antagonismo, es el lugar donde se asoma y se crea el sujeto, es la relación política interna entre sujetos el momento de inicio de la política (Ranciere, 2006), por lo tanto el verdadero sentido de la política solamente puede ser un estar en “común”. La paradoja de la política está apostada exclusivamente en la democracia, donde gobernar (archein) y ser gobernado (archestai) recaen sobre el mismo sujeto. Es la interjección entre estos dos términos contradictorios lo que da forma y fondo al sujeto, la democracia desaparece en un soplo cuando esta relación es desechada y el archein es sustituido por una entidad secundaria y derivada como el Estado o el derecho, no se trata siquiera de una crítica a la democracia representativa, se trata de una objeción más profunda y necesaria, como se ha demostrado, la crítica radical apunta a denunciar la tramposa sustitución de la soberanía y del poder constituyente que el Estado y el derecho logran cuando se apropian del archein, no como el lugar del legislador convencional constituido, sino del soberano.
Mientras que en la oligarquía, la aristocracia o el absolutismo los sujetos políticos se definen desde el lugar de enunciación de quien gobierna, la subjetividad en la democracia está atrapada en esta relación múltiple y compleja. La democracia es precisamente la ruptura de la lógica de la enunciación de arriba abajo o jerárquica. Demos-arche es la paradoja de la conjunción no presente en oliga-archia.
Mientras que en los primeros tipos de distribución del poder político, quien gobierna define la posición y situación de los sujetos gobernados, en la democracia, como lo explica el filósofo francés Jacques Ranciere (2001, 2006), el sujeto se define a sí mismo a partir de su lugar central en la actividad política. La democracia no solo es el rompimiento de la lógica de separación absoluta entre gobernante y gobernado, sino que es la ruptura de la idea según la cual todo tipo de distribución de poder significa un modelo preexistente; en otras palabras: que existe una disposición previa o requerimiento natural para poder gobernar.
La democracia es precisamente la anulación de las condiciones para gobernar; es el gobierno de aquellos que carecen de cualidades o disposiciones para gobernar. Lo propuesto por la ortodoxia liberal es precisamente el regreso de las condiciones. El populacho no puede gobernar; necesitamos unos amos, sabios que nos digan desde su infalibilidad ilustrada, cómo ser, cómo actuar y quienes somos.
Mientras que las otras formas de distribución del poder político dependen para su existencia en cómo llenar el lugar vacío de las cualificaciones “de los sabios sobre los ignorantes, de los ricos sobre los pobres, de los poderosos sobre los débiles” respondiendo todas ellas según la tradición platónica a una distribución natural de las diferencias —que ya vienen establecidas por un marco universal y necesario—la democracia perfora dicha lógica, pues implica la especie faltante de cualificaciones para gobernar. El sujeto político esencial es precisamente el que carece de cualidades para el archein (Ranciere, 2001).
El pueblo es precisamente esa parte, el faltante de las cualificaciones naturales, y por tanto solo la democracia puede entenderse como política, pues mientras en la oligarquía o en la aristocracia el antagonismo ya fue definido por características naturales y lo que sigue es simplemente la adecuación natural del modelo a la realidad, la democracia es el lugar mismo donde el antagonismo no se ha resuelto, es una acción excepcional y constitutiva del sujeto.
Pero es precisamente esa falta de cualificación la que se convierte en el único requisito para ejercer la democracia y constituir entonces la categoría de pueblo.
El pueblo no es una categoría definida formal y previamente, y menos una categoría sujeta a la definición de poderes constituidos por él mismo. Se trata de un concepto flotante y variable: los excluidos de la economía formal, los cuatro millones de desplazados en Colombia, los marginados, en pocas palabras el pueblo oculto, es el verdadero pueblo de la democracia y por ende el único poder constituyente.
Lo común a la democracia es, por tanto, que no hay otra construcción de la comunidad que no parta del requisito de no estar calificado para gobernar según las formulas naturales de fuerza, sabiduría o riqueza. La democracia revierte la lógica del arche como categoría que antecede la política como fórmula de organización social. La conclusión de Ranciere es entonces que el Demos designa precisamente la categoría de personas que no son tenidas en cuenta en las otras formas de gobierno; el residuo que las excluye de cualquier tipo de inclusión; los que son invisibles e inaudibles para los gobernantes; los que no caben en los códigos férreos del derecho y su distribución de intereses y deseos. El que habla cuando se supone debe callar, el que se moviliza cuando se supone se debe quedar quieto. Ranciere (2001) nos advierte que “estas expresiones no deben ser interpretadas en su sentido más populista sino en su sentido estructural”. La mayoría siempre es la totalidad menos uno; ese menos uno es la grieta, el vacío, el excedente que divide a la comunidad de la suma de las partes sociales. Es el desafío sobre la homogeneidad y el consenso social basado en la simple distribución de competencias e intereses.
Es aquí donde es revelador introducir la diferencia hecha entre otros por Jean Luc Nancy (2000) y Alain Badiou (2003) entre La política y Lo político, o la creada por Jacques Ranciere entre Política y Policía (2006).
Para Walter Benjamin “La policía es un poder con fines jurídicos (con poder para disponer), pero también con la posibilidad de establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines (poder para ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad -que es advertido por pocos sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales, pero pueden operar con tanta mayor ceguera en los sectores más indefensos y contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del Estado- consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia que conserva la ley” (Benjamin, 2010, pp. 46).
La política es el orden institucionalizado donde transcurre la negociación entre los incluidos institucionalmente, según claves procesales precisas del lenguaje político ancladas a las reglas del derecho. En palabras de Costas Douzinas (2010), “La política organiza las prácticas e instituciones mediante las cuales el orden es creado” que pretende neutralizar el conflicto y el antagonismo y llevarlo a la solución instantánea de los procesos institucionales; mientras que Lo político es el espacio donde el antagonismo y el conflicto crean los sentidos sociales.
La política garantiza la armonía de lo establecido institucionalmente y se refiere a las reglas de juego que permiten distribuir beneficios, recompensas y posiciones dentro de un acuerdo social ya establecido; va desde las normas constitucionales escritas (la conformación de quórums deliberativos en el legislativo) hasta normas implícitas a dicho balance del poder (cuotas de partidos dentro de la administración pública). Según La política, lo fundamental es el mantenimiento del orden dado y la defensa controlada de los discursos que satisfagan un estándar establecido por el statu quo; se trata de regular el conflicto dentro de una zona de demarcación jurídica que lo reduzca a reclamaciones institucionalmente ordenadas. Lo político es el conflicto en su forma más primigenia; es el exceso o residuo que las sociedades institucionalmente articuladas no pueden contener.
Lo político se expresa como retorno de lo reprimido, de todo aquello que quedó por fuera de la zona de demarcación institucional, cuando el invisible hace visible su herida, cuando reclama su inclusión dentro de lo establecido, cuando reta de frente el orden como excluyente. Lo político precede el lenguaje jurídico, pues es en Lo político donde se genera todo lenguaje. La política es la adecuación del lenguaje a las formas que el mismo lenguaje creó.
La política es la acomodación o asignación dentro de grupos de interés bien definidos en la institucionalidad; es una división de lo sensible cuyo presupuesto es la homogeneidad de los sujetos participantes y la ausencia de vacíos que determina quién está incluido y cómo está incluido. La fuerza de Lo político consiste en transformar esta lógica visibilizando o haciendo sensible esa parte de ninguna parte; una intervención decidida y transgresora sobre la armonía que sostiene el aparato de creencias y acciones del orden establecido.
El fundamento de la democracia es entonces el disenso y no el consenso. Los consensos son prefabricados “[…] el disenso no es la confrontación entre intereses y opiniones, sino la manifestación de la distancia que existe entre lo sensible y su enunciación” (Ranciere, 2001) que hace colisionar los mundos, el mundo ordenado de los procesos políticos con los objetos o sujetos arcaicos y aplastados de los regímenes políticos. En últimas, la democracia se trata de un discurso pronunciado desde un lugar donde no se pueden pronunciar los discursos, por un sujeto que no se supone que deba pronunciarse.
El pueblo no puede ser invocado desde lo jurídico por la institucionalidad; pues como bien hemos visto el derecho es el velo que oculta y paraliza al pueblo, el derecho en la modernidad es precisamente la antítesis de pueblo pues su función como violencia que preserva el derecho consiste precisamente en doblegar la nuda vida como gesto de afirmación de su propia (falsa) soberanía. Es en este sentido que si agregamos los elementos constitutivos del pueblo como excepcionalidad y potencia, a la naturaleza de su definición clásica, solo podemos concluir que el verdadero pueblo de la democracia es el que permanece oculto por pseudo-soberanos como el Estado y el derecho y no la totalidad de una comunidad política que hemos comprobado es imposible, si esto es cierto debemos concluir, en el mismo gesto, que solamente el pueblo oculto puede ser el poder constituyente, pues otra manifestación de poder constituyente es una simple reiteración de la violencia que preserva el derecho que por simple lógica es la negación de la violencia que crea el derecho. 
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[1]Entendemos por colonialismo una intervención directa de dominio del territorio de la administración y el gobierno, es decir una presencia directa de las fuerzas invasoras, como el caso de la Corona española sobre sus colonias en América, entendemos por colonialidad su transformación a diferentes tipos de dominio económico, ideológico y de penetración de fórmulas jurídicas que determinan el tejido de los entes coloniales, sin necesidad de una ocupación permanente del territorio y cumplida a través de imposiciones que van desde subordinación en organismos multilaterales, asesinatos selectivos, bases militares, hasta la imposición sutil y efectiva de escuelas de pensamiento, especialmente en el derecho,  tal es el caso de la dominación de Estados Unidos, desde la Doctrina Monroe sobre América-Latina.

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